27 marzo 2009

Raymond Chandler no ha muerto


Raymond Thornton Chandler vino al mundo el 23 de julio de 1888, en el viejo Chicago, aunque se haría adulto lejos. Muy lejos. En compañía de la madre, ya divorciada, el pequeño Raymond desanduvo el camino de sus abuelos rumbo a Irlanda; corría el año 1895. Estudió en Londres gracias a la (limitada) generosidad de un tío materno, y completó su formación con sendas estancias en Francia y Alemania. A los veintipocos años plantó sus primeros pinitos como literato, algún artículo, algún poema, pero su tío no estaba por la labor del mecenazgo, y el joven Chandler debió colgar los guantes recién estrenados y desandar de nuevo el camino; esta vez, en sentido contrario (durante la Gran Guerra, volvería a Europa en calidad de voluntario). Trabajó como recolector de fruta bajo el sol de California, y como dependiente, antes de entrar como contable en una compañía petrolífera. Luego conoció a Cissy Pascal, una mujer con una frustrada carrera de modelo y dos divorcios a sus espaldas. Se casaron. Según el certificado de boda, la esposa era siete años mayor que el marido; era diecisiete años mayor, en realidad. Esto no les impidió seguir unidos hasta la muerte de ella, en 1954.

Su dependencia del alcohol, harto inconveniente en los años de la Ley Seca, puso a Chandler de patitas en la calle, corría 1932, y de repente se vio en la necesidad de vivir de su pasión más íntima. Se decantó por el hard-boiled por razones prácticas: el género gozaba de una gran demanda popular. Él lo abordaría con inteligencia, sensibilidad e intensidad proverbiales: "La novela policíaca o de investigación […] verdaderamente honesta -escribió más tarde- es aquella que suministra al lector todo el material para resolver el enigma, en la cual nada significativo es menospreciado y nada insignificante puesto de relieve". En breve: Raymond Chandler tomó la novela negra donde la dejara Dashiell Hammett y la condujo hasta donde la habría colocado William Shakespeare de haberse dedicado a la literatura criminal. No exagero. La paradoja era ésta: se sabía un novelista superdotado en un género despreciado por la aristocracia literaria, los conciliábulos críticos y la grey académica: "Aunque yo fuera el mejor escritor de este país, y con dos excepciones probablemente lo soy, seguiría siendo un escritor de misterio", dijo.

Sus primeros relatos aparecieron en la famosa revista Black Mask. No tardó en convertirse en un primer espada, pero hasta no tener pleno dominio de los hierros del oficio no se atrevió a pasar a mayores. El sueño eterno (1939) es una inmejorable puesta de largo de su mundo ficcional y la carta de presentación del detective Philip Marlowe, protagonista de todas sus novelas; un tipo con la cabeza sobre los hombros: "Cuando se contrata a un fulano de mi profesión -explica Marlowe- no se está contratando a alguien para limpiar ventanas; alguien a quien se le enseñan ocho y se le dice: "Cuando hayas acabado con ésas habrás terminado". Usted no sabe por dónde voy a tener que pasar ni por encima o por debajo de qué para hacer el trabajo que me ha encargado". Marlowe es un superviviente lo suficientemente baqueteado como para ser inmune a la realidad, aunque no tanto como para resignarse al estado de cosas vigente, no tanto como para no sentir una profunda rabia. Y es que Marlowe es, sobre todo, una propuesta ética: "El mejor hombre de este mundo, y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo", según Chandler.

En Adiós muñeca (1940) se amplía el foco. Si El sueño eterno criticaba ciertos elementos sociales, Adiós muñeca extiende la denuncia a la sociedad entera. La historia presenta un bestiario californiano al completo: chicas bombón que desposan ancianos chochos, gigolos de pacotilla tan vacíos como bien perfumados, doctores más enfermos que sus pacientes, policías que sacan gusto a eso de aporrear a los detenidos, individuos desesperados dispuestos a llevarse por delante cualquier estorbo, chamanes y acólitos, politicastros, politicuchos y politicones, y alguna que otra persona honrada, náufrago en un mar de corrupción. La visión del mundo como un lugar pequeño, cerrado y negro alcanza cotas de abismo nietzscheano: "Miré el revólver y el revólver me miró", comenta Marlowe. A continuación vino La ventana alta (1942), un título menor con fragmentos magníficos, como el diálogo entre Marlowe y el detective de policía Jesse Breeze, en el que el primero vuelve a denunciar el cáncer que devora el cuerpo policial: "Mientras ustedes no sean dueños de sus propias almas, no tendrán la mía", espeta Marlowe en unas líneas vibrantes.

La dama del lago (1943) nos devolvió a un Chandler en plena forma, rotundo, desencantado. El escenario vuelve a ser el de Adiós, muñeca, Bay City, sinécdoque de la sociedad norteamericana: las cloacas bajo sus mansiones de lujo, diría el protagonista, jamás lograrán tragar toda la porquería que se vierte a ellas. Este mismo año, Chandler firmó un contrato con la Paramount. A Hollywood le gustaba cómo escribía y quería que lo hiciera para el cine; le gustaban asimismo sus historias y comenzó a llevarlas a la pantalla. Hollywood y Chandler dejaron de gustarse apenas se conocieron, y el novelista se desquitó en La hermana pequeña (1949), una furibunda disección de la industria hollywoodiense, el único negocio del mundo que te permite tener tres perros meándose puntualmente en el despacho, según sentencia Marlowe. Lo mejor de Chandler estaba por llegar. De El largo adiós (1953) baste decir que es una de las mejores novelas de todos los tiempos. Su esposa Cissy murió al año siguiente y Chandler se quedó sin la compañera y confidente de tres décadas. No lo superó e intentó incluso precipitar un fin no muy lejano; el suicidio quedó en tentativa. Aún acabó otro libro, Playback (1958), quizás el título menos conocido de la serie, posiblemente el menos distinguido.

Dicen las crónicas que Raymond Chandler murió en La Jolla (California), el 26 de marzo de 1959, hoy se cumplirían cincuenta años, pero sus lectores sabemos que no ha muerto. Basta abrir una cualquiera de sus novelas y lo tendremos al lado, los dedos índice y medio clavados en la sien, observando nuestras reacciones... Lanzándonos el humo del cigarrillo al cogote, desafiante.


José Abad



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