21 noviembre 2007

Las Cosas de la Muerte de Empar Fernández y Pablo Bonell


Se hace extraño, tumbarse en cama, y leer en las páginas de un libro sobre los escenarios por los que has estado transitando como turista, desde una óptica lúgubre-criminal. Porque en “Las cosas de la muerte”, tan importante como la trama y la investigación, es el ambiente en el que se mueven los personajes. De hecho, son dos ambientes distintos, dado que son dos los casos que Escalona ha de investigar.

Uno, de medio pelo, un suicidio que quizá no fue tal y por el que su jefe le urge para que dé carpetazo, lo que le permitiría centrarse en la investigación estrella de la comisaría: la muerte de un conocido representante de la Barcelona de toda la vida que, a fin de cuentas, no era sino un calavera, putero y drogadicto con pasta, aficionado a la compra de antigüedades de dudosa procedencia.

Paso a paso y poco a poco, utilizando los métodos policiales más tradicionales, a la vieja usanza, tirando de paciencia, meticulosidad, saber escuchar y lógica aplastante, Escalona desbrozará dos historias en las que el rencor juega un papel determinante. A los amantes de los finales con retruécano, tan sorprendentes como imposibles, les podrá saber a poco la tranquila y lógica resolución de los dos casos de Escalona, que Bonell y Fernández son fieles representantes de una escuela “naturalista” del noir, tan sencilla como apegada a la realidad de las cosas.

Un naturalismo que se basa en diálogos razonables, cariño por el detalle y una descripción justa y apegada a la realidad. Un naturalismo que apela a unas relaciones difíciles, pero no estrambóticas, a jefes molestos, calores incómodos y tortillas recalentadas, sin salmonelosis o sesos derretidos que llevan a la gente a cometer locuras.

“Las cosas de la muerte”, por suerte o por desgracia, son ésas que acaecen en la casa de al lado, en la acera de enfrente. Justo ahí, delante de todos. Y Bonell y Fernández así lo han contado en una novela tan sencilla como modélica.



Por Jesús Lens




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